Por Facundo Fredes
El debut de Biden en el G7. Las banderas del multilateralismo. La estrategia de equipo frente a China y las dificultades de la alianza del transatlántico.
El pasado viernes, luego de prácticamente un año sin reuniones (la anterior había sido en abril del 2020), se llevó a cabo el primer encuentro del año del Grupo de los Siete. Los líderes de Alemania, Canadá, Francia, Italia, Japón, el Reino Unido y EEUU dialogaron mediante videollamada, tal como imponen los tiempos de pandemia, con motivo de preparar la próxima cumbre del grupo en Cornualles. Este mitin sirvió como inicio de la era Biden, quien al igual que su par italiano Mario Draghi debutaba en el grupo.
Si bien el encuentro tuvo como centralidad acordar esfuerzos para enfrentar la pandemia generada por el COVID-19, también hubo lugar para hablar sobre el comercio internacional y las reglas de juego del tablero mundial. Como era previsible, a partir de la incorporación del mandamás norteamericano, el grupo realzó las banderas del multilateralismo. Sin rodeos la declaración final proclama “hacer que el 2021 sea un año crucial para el multilateralismo”. En ese sentido también destacan las palabras de la Canciller Angela Merkel que no dudó en marcar que “de nuevo, el multilateralismo tendrá más opciones dentro del G7”.
Además de la reunión del G7 Joe Biden participó de la conferencia de Múnich sobre seguridad, convirtiéndose en el primer presidente norteamericano en acudir a la misma. Allí también aprovechó para dejar en claro su postura multilateralista y enviar un mensaje al mundo: “Estados Unidos está de vuelta, la alianza transatlántica está de vuelta”, marcando un claro cambio de postura con respecto a su antecesor Donal Trump quien con su consigna “América primero” había debilitado la relación de los Estados Unidos con sus históricos aliados del Atlántico Norte.
También hablo sobre “la riqueza de los valores democráticos compartidos” con Europa y denunció la existencia de un ataque al progreso democrático en distintos lugares del mundo. En este mismo sentido, volviendo al comunicado oficial del G7, los mandatarios se propusieron contrarrestar las políticas y prácticas “no orientadas al mercado”, “apoyar un sistema económico global justo mutuamente beneficioso para todas las personas” y “cooperar en un sistema de comercio multilateral basado en reglas, modernizado, más libre y más justo que refleje nuestros valores”. Consignas que parecen estar dirigidas a marcar una diferenciación con las potencias excluidas del grupo y en especial a China.
Estas palabras podrían interpretarse como el inicio de una nueva etapa en la contienda llevada a cabo entre Washington y Pekín. La actual administración de la Casa Blanca ensaya un cambio de estrategia para contener a su adversario. La victoria electoral y el retorno de los demócratas al poder implicó un cambio en la agenda norteamericana, que busca desandar el camino llevado a cabo por Donald Trump y retomar el impulso multilateralista que predominó durante la presidencia de Barack Obama. La idea de revitalizar la alianza con Europa y retomar el liderazgo en el mundo occidental no es casual, sino que forma parte del plan de Washington para contrarrestar el poderío económico chino y contener el avance de su influencia en bloque.
Para las actuales autoridades norteamericanas el aislacionismo llevado a cabo por EEUU durante los últimos años, encarnado en la figura de Donald Trump, no solo no pudo contener a China, sino que además descuidó a sus socios dejando terreno libre para el avance del gigante asiático que afianzó sus relaciones con occidente y aumentó su liderazgo internacional.
Si bien este diagnóstico no es compartido por todos los sectores de poder de los EEUU (y allí radica al menos en parte los fundamentos de la actual crisis política-institucional del país) concuerda con los números que arroja el comercio mundial en los últimos años.
A modo de ejemplo basta mirar los números que dejó el 2020. Mientras el comercio mundial sufría los embates del virus SARS-CoV-2 y la Unión Europea se transformaba durante meses en el epicentro de la pandemia, la relación comercial sino-europea se incrementaba. Según los datos oficiales de la UE sus exportaciones a la RPCh aumentaron un 2,2%, mientras que las importaciones lo hicieron en un 5,6%. Estos resultados marcan un claro contraste cuando se los compara con los guarismos del comercio trasatlántico. Los productos comercializados entre la UE y los EEUU se redujeron drásticamente, las exportaciones europeas mermaron en un 8,2% y las importaciones cayeron un 13,2%. Números que están en consonancia con los resultados globales, las exportaciones del viejo continente al resto del mundo disminuyeron un 9,4%, algo menos que las importaciones totales que descendieron un 11,6%.
A los fríos números que dejó el año de la pandemia, se le deben sumar los primeros sucesos del 2021 que parecen marchar en la misma dirección. Casi al mismo momento que Bruselas avanza en un acuerdo de inversiones con Pekín que les permitirá a sus empresas un mejor acceso al vastísimo mercado chino, las relaciones con la administración Biden no han comenzado de la mejor forma debido a la resistencia de Washington a bajar los aranceles a una variada lista de artículos europeos, que incluye desde productos de aviación civil hasta productos agrícolas.
Estas primeras señales que arroja el nuevo año parecieran indicar que más allá de la retórica demócrata y la convergencia en los foros internacionales, la relación entre los viejos aliados del atlántico norte no está pasando por su mejor momento. La solidez económica del dragón rojo (única potencia que creció durante el 2020) es capaz de seducir hasta los jugadores más importantes de occidente, mientras que las dificultades sanitarias, económicas, políticas e institucionales que atraviesa EEUU le entorpecen su estrategia de equipo. Si el país del norte pretende conformar un bloque capaz de contener a su adversario, sin dudas deberá emplear más que palabras y discursos que apelen a los valores en común.
Imagen: brecorder.com


